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FUNDACIÓN CASER
males de la vida cotidiana son cada vez más numerosas y exigentes en un mundo complejo.
Solo hay que pensar en la creciente presión para eliminar o mitigar las “barreras arquitectónicas”
con el fin de no entorpecer el paso de las personas que han de ir en silla de ruedas. No son las
únicas “barreras” que deben salvar las personas con discapacidad y con dependencia. Hay otras
virtuales, como los prejuicios y actitudes de la población ante estas situaciones y fenómenos.
Se comprenderá el gran interés que pueda tener ahora la observación sistemática de las
opiniones de la población sobre este asunto. Cabe detectarlas en la porción de los hogares
que tienen personas con dependencia o con discapacidad a su cargo. Se puede ampliar al
resto, pues el problema va a afectar indefectiblemente al conjunto de los ciudadanos, aunque
nada más sea como contribuyentes. Es claro que esa ampliación tiene que ver con el hecho
de que el asunto que nos ocupa incide sobre una parte sustancial del gasto público. En Es-
paña no solo funciona un sistema nacional de sanidad (aunque se diga “de salud”), sino que
se constituye paralelamente un sistema de autonomía y atención a la dependencia (SAAD).
Añádase los numerosos programas de ayudas a las personas con discapacidad, cualquiera
que sea su edad. Ha llegado un momento en el que no solo se precisa la existencia del Esta-
do de bienestar, sino de lo que podríamos llamar la sociedad de bienestar. La ampliación del
concepto implica la idea de solidaridad entre todos los habitantes. De ahí lo conveniente que
parece adentrarnos en el estudio de la mentalidad general hacia estos asuntos de la depen-
dencia o la discapacidad. No son una suerte de lujo teórico, sino una necesidad.
Las ideas y conceptos respecto al planteamiento de este problema suelen utilizar connota-
ciones negativas. Por ejemplo, la noción de la dependencia se asocia a la pérdida de autono-
mía personal, envejecimiento, depresión, inactividad, incomunicación, aislamiento, soledad,
etc. Como puede verse, se trata de una serie de vocablos que implican una consideración un
tanto afrentosa de las personas que sufren tales situaciones. Por lo mismo, en el caso de la
discapacidad se han ido sustituyendo las tradicionales etiquetas infamantes como retrasa-
dos, inválidos, lisiados, mutilados, tullidos, tarados, subnormales, impedidos, débiles menta-
les, mongólicos, etc. La razón es que todas, aunque en principio caritativas, acaban teniendo
un punto despreciativo que conduce a la marginación, si no a la exclusión. una consideración
más comprensiva permite canalizar todas esas situaciones como diferentes o especiales. El
término aceptado ahora es el de personas con discapacidad, aunque pronto será sustituido
por algún eufemismo más neutro, acaso por un acrónimo.
Es una evidencia el hecho de que los humanos son distintos unos de otros respecto a sus
capacidades y posibilidades vitales. La dificultad empieza cuando tales diferencias se consi-
deran como obstáculos para desarrollar una vida autónoma o estadísticamente normal según
la edad y otras circunstancias biográficas. La sociedad organizada en el llamado Estado de
bienestar ha dado en otorgar ayudas y estímulos compensatorios para amortiguar los efectos
de las situaciones de las personas con discapacidad o dependencia. A partir de esa posición,
empezamos a hablar de problemas sociales.
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